Julio 1985:
Camino de la mano con mi mamá. Hay mucho sol. Debe de ser el mediodía. Estamos cruzando las vías y me siento cansada. Le pido que me lleve a upa pero se niega. «Estoy embarazada, no puedo cargarte», argumenta. Junio 1986:
Veo a mi abuela que atraviesa el patio con una bolsa en la mano. Va hacia el lavadero. Llena una palangana. Ahoga uno a uno a los seis gatos que acaban de nacer. Septiembre 1986:
La señorita Elba me enseña a leer y escribir. Sistemáticamente escribo el cinco y el seis en espejo. La señorita me ordena escribir una página llena de cincos y otra llena de seis. La insulto: «Vieja chota». Me manda a la dirección y mi papá viene a rescatarme. Agosto 1996:
Mi mamá y yo tomamos mates. Hablamos de su vida, de lo que hizo y de lo que no hizo. Después de un rato, sentencia: «El problema son los hijos; no tengas hijos. Te cagan la vida». Mayo 1999:
Estoy ayudando a descargar las cosas del auto tras una estadía en Córdoba. Veo a mi perra Greta. Me la regalaron cuando yo tenía tres años, y 16 después me mira a los ojos mientras un racimo de gusanos blancos sale de su cuerpo y tapiza el suelo. Noviembre 2000:
Me siento horriblemente débil, y después de saltar por distintos consultorios caigo en el de la doctora Jauregui, hematóloga. Me dice que me falta de todo en el cuerpo. Me advierte que si no como, me voy a morir. Y me asusta: «Te vamos a tener que internar, atarte a la cama, alimentarte a la fuerza». Enero 2001:
Peso 43 kilos pero cargo una mochila que me duplica. Estoy en la Patagonia. Recorro todas las picadas con la agilidad de una cabra. Subo al Lanín como quien se toma el subte a la mañana: alpargatas, short, remera. Ni agua ni comida. Después de más de tres horas de caminar, estoy sola, rodeada de nieve, picos. Siento una inmensidad que me desborda el cuerpo y me asusta la certeza de que no voy a saber descender. Julio 2010:
Recorro Auschwitz con un grupo de turistas. Llueve de a ratos. La guía nos explica sofisticadas técnicas de exterminio mientras vemos pilas de zapatos de niños, pelo humano en madejas interminables, valijas antiguas, garrafas vacías. Las lágrimas me nublan la vista, y así evito confirmar que algunos pasean por las barracas como si fueran los pasillos del Louvre. Enero 2016:
Estamos a punto de llevar a nuestro hijo a un museo. Su papá se empieza a sentir mal. Se acuesta en el sillón pero el mareo crece. Llamo a la ambulancia. Se le paraliza la cara. Las manos se le doblan como ramas de un árbol. Llamo a la ambulancia por tercera vez. Llega un patrullero y tres policías entran y salen de la casa. Mi hijo me pregunta si su papá se va a morir. Diciembre 2016:
Me acabo de separar y mi hijo está con su papá en la noche de año nuevo. A las 12 en punto lo llamo por teléfono para saludarlo, decirle que lo amo, que este año vamos a divertirnos mucho juntos. «Estoy jugando a la casita, mamá. ¡Chau!». Cuelga.